martes, abril 15, 2008

Un atardecer en Castilla

En un lugar de La Mancha de cuyo nombre sí quiero acordarme, no hace mucho tiempo pinté mi cuadro más bonito.
Era octubre y estaba en Toledo, una ciudad con ficciones propias que me dio la impresión de haberse quedado dormida a la vera del tiempo. Porque mientras éste avanzó inexorable, la ciudad quedó detenida, piedra sobre piedra, en mitad del Medioevo. Hasta allí me dirigí para pintar la ribera.
Recostada sobre una colina de paredes sepia, la ciudad de tarjeta postal me fue ganando con su hermosura a medida que me acercaba a la “Puerta Nueva de Bisagra”. Toledo fue, para mí, como un laberinto de ciudades superpuestas, como una ciudad de cuentos que nació y se perdió en la meseta castellana hace dos mil años.
Al recorrer sus callecitas, me sentí sumergido en el corazón de su historia y tradición. Callecitas adoquinadas que se torcían al menor intento. Callecitas sin veredas, a la usanza de los tiempos en que por ellas transitaban sólo carricoches y galeras. No tengo dudas, la capital de Castilla-La Mancha me cautivó para siempre.
Llamaron mi atención sus casas construidas alrededor de patios enormes, que eran paraísos de estanques, fuentes y plantas. Me dejé cautivar por sus espadas, sus artesanías, la cerámica y los dulces de mazapán que poblaban los escaparates y vidrieras.
Y allí estaba yo con mi paleta y mis pinceles aquel mediodía de octubre frente al lienzo y frente al Tajo, cerca del Puente de Alcántara en la costanera de la mítica Toledo, disponiéndome a pintar las riberas de un río que no es pariente del mar. Tampoco es marrón sino de aguas mansas verdosas que corren sobre un lecho pedregoso.
Apronté los pomos, luego escogí con cuidado los colores y finalmente me hundí en la observación del escenario. Yo aprendí que no toda es vigilia la de los ojos abiertos. Porque no hay lienzo que se conciba paisaje cuando los ojos del artista miran distraídos.
Desplegué el banquito y me senté en él para darle a la tela las primeras pinceladas que habrían de ponerle sustento a un cielo decidido a ser impertinentemente azul sobre los barrancos.
No tardé en encontrar las armonías entre colores y matices. Después de cinco horas, mi ánimo estaba exultante por el trabajo casi terminado. Me dolía un poco la cintura. No obstante, sentí el sosiego que se siente en los atardeceres cuando el sol comienza a teñirlo todo de naranja y entonces, satisfecho, me dispuse a recoger mis cosas.
Yo estaba feliz e imperturbable a no ser por la presencia del extraño sujeto con singular sombrero quien, sentado en un banco a la sombra de un fresno a mi espalda, no apartaba la vista del cuadro.
Fue entonces que comenzó a recitar:

Mientras que al triste, lamentable acento
del mal acorde son del canto mío,
en eco amarga de cansado aliento,
responde el monte, el prado, el llano, el río,
demos al sordo y presuroso viento
las quejas que del pecho ardiente y frío
salen a mi pesar, pidiendo en vano
ayuda al río, al monte, al prado, al llano.

Ante mi sorpresa, el hombre prosiguió exclamando:

Crece el humor de mis cansados ojos
las aguas deste río, y deste prado
las variadas flores son abrojos
y espinas que en el alma s’han entrado.
No escucha el alto monte mis enojos,
y el llano de escucharlos se ha cansado;
y así, un pequeño alivio al dolor mío
no hallo en monte, en llano, en prado, en río.

__ ¡Qué bonito poema! __ atiné a decirle con sinceridad.

__ Lo cantaba Elicio, pastor en los litorales de Tajo __ respondió resuelto el hombre, sin amonestarme por tan insolente interrupción. Y agregó:

__ El fin deste amoroso cuento y historia con otras cosas sucedidas a los pastores hasta aquí no nombrados, podrá usted, gentil caballero, leerlo en la segunda parte desta historia, la cual, si con apacibles voluntades esta primera parte viene rescibida, tendrá a ser vista de sus ojos y entendimiento y que bauticé “La Galatea”.

Por supuesto que no comprendí muy bien lo dicho y su incongruencia hizo que soltase una sonrisa. Di poca importancia al comentario, no lo consideré sino como una simple anécdota pasajera de un anciano perturbado en España empecinado en contarme sobre ciertas viejas leyendas toledanas.
Me contó, por ejemplo, que el “mesmo Hércules fundó Toledo en forma de cueva”. Que los romanos la bautizaron Toletum para decir “lugar en lo alto” y que, como la propia Roma, está asentada sobre siete colinas. Una y otra vez repitió que también fue Ciudad Imperial de Carlos V.

__ Mi estimado gentilhombre, sabrá usted que frente al Cristo de la Luz se arrodilló tozudamente el caballo del rey Alfonso VI y que los otros hablan del mesmo Cid Campeador de rodillas, blandiendo su Colada y su Tizona__ prosiguió diciendo.

Alcancé a escucharle decir cosas incoherentes acerca de Rafael, Tiziano, Rubens, Velázquez, Goya y, por supuesto, estando en Toledo, de El Greco. Me encontraba frente a un pobre viejo solo y alienado.
Fue, entonces, en el preciso instante en que estaba yo a punto de marcharme con mis cosas, cuando espetó:

__ ¡Ha omitido usted, caballero, pintar los molinos de viento allende la ribera de Tajo!

Volteé y lo miré directo a los ojos, serenamente clavados en los míos. El singular personaje ya no continuaba sentado a la sombra del fresno sino que estaba de pie, erguido como un marqués y dando la espalda a la luz del sol de la tarde que extendía la sombra de su silueta hasta mis pies.

__ ¿Cuáles molinos? __ me animé a preguntarle, aun presumiendo la obviedad de la respuesta.

__ Pues señor, cuáles otros sino los gigantes de los cuatro brazos. Los enemigos del Ingenioso Hidalgo, el Caballero Don Quijote. No omita recordar que se encuentra usted en la yema de La Mancha, en la escencia de Castilla.

Debo admitir que aquel hombre había avivado en mí, una cierta curiosidad. Algo me decía que debía quedarme a conversar con él, al menos a escucharlo. Y así lo hice después de invitarlo a sentarse a mi lado, debajo del fresno, para conversar hasta acabarse la tarde.
Recién en ese momento advertí los detalles. Tenía un aspecto muy raro. Alto y delgado, muy delgado. Lucía una barba y bigotes blancos prolijamente recortados que le daban un aire señorial. Vestía ropas antiguas, desusadas, que cubría a medias con una extravagante capa, anudada con lazo al cuello, de pesado paño gris oscuro. Llevaba puesto, como dije, un raro sombrero de fieltro con algo menos de vuelo de ala y copa que una chistera y calzaba unos zapatones negros de punta con ridícula hebilla sobre la capellada. Podría decirse que estaba disfrazado. Completaba el atuendo un bastón con pomo y puntera de plata y guantes de piel de gamuza de un color parecido al bordó. Pero a él su ridículo aspecto parecía no afectarlo.

__ ¿Gusta usted de la pintura, estimado señor? __ pregunté con la intención de incursionar en un terreno que domino.
Sin mirarme, respondió:

__ Yo he visto pintar a El Greco, permanecí a su lado en tanto acabara la faena de su célebre obra: “El Entierro del Conde de Orgaz”. Grande fue mi honor en saberlo de buena tinta.

__ ¿Qué Greco? __ pregunté como si hubiese más de uno. Me sentí un tonto al hacerlo. Por suerte para mí, no respondió y continuó su relato.

__ La distinguida afición, con la que El Greco dio nobleza a la amistad, abrevió la cortesía en el trato y lo llamé por su nombre: Doménico.

Por supuesto yo sabía casi todo sobre El Greco. En su enorme cuadro se revelaba una antigua leyenda que cuenta que al morir el Conde de Orgaz en 1312, los mismísimos San Esteban y San Agustín del cielo bajaron para enterrarlo en la iglesia de Santo Tomé. Se podía distinguir, claramente, el plano celestial del terrenal, razón suficiente para que el cuadro se presente en dos mitades.

__ Vaya, pues, enfile a la Iglesia de Santo Tomé y que allí, ¡valga Dios!, no sucumba usted ni resigne su corazón a los pies de esa pintura. Fíjese del mismo modo, caballero, y con esmero, entre los personajes que asisten al entierro, porque allí se encuentran él mismo y su hijo de diez años. Un doncel inquieto y algo presumido para el gusto mío.

__ ¿Para el gusto suyo? __ pregunté boquiabierto.

__ Así de claro, gentilhombre, el apego a El Greco me condujo a echar de ver a su pequeño vástago, retozón y malcriado.

Por un instante me quedé pensando en El Greco. El sol se escondió tras los barrancos cuando elegimos despedirnos. Antes de irse, el hombre se detuvo, alzó su brazo izquierdo al que le faltaba la mano y, refiriéndose a Toledo, dijo: "Peñascosa pesadumbre, gloria de España, luz de sus ciudades".

__ Estimado señor -grité- ¿quiere usted decirme su nombre?

Giró la cabeza, me miró y respondió:

__ Don Miguel, me llamo Don Miguel, cuarto hijo de Don Rodrigo y Doña Leonor, soldado alistado en Lepanto donde recibí metralla, cautivo de los turcos, afamado y mísero escritor, Hermano de la Orden Tercera de San Francisco, esposo de Catalina, padre de la infanta Isabel fruto de mis amores con Ana, ex convicto, bautizado en Alcalá de Henares y muerto por el mal de hidropesía en Madrid, el 23 de abril de 1616.

Hizo un gesto de reverencia y luego desapareció rápidamente, así como así nomás. Estupefacto, recogí mis cosas y caminé hasta la Plaza de Zocodover. No podía salir de mi asombro. Allí, en la plaza, la ciudad se me presentó más viva que en ninguna otra parte. Cargaba el cuadro, la caja de pinceles y pinturas y el banquito plegado. El sol se ocultó y la tarde comenzó a refrescar, me puse el suéter y dirigí mis pasos hacia el hotel sin dejar de pensar en lo ocurrido.
Permanecí en Toledo durante la semana siguiente con la intención de encontrarme con él nuevamente. Era mi deseo y mi esperanza. No quedó rincón sin recorrer. Pero fue en vano. Pregunté a los vecinos por un señor de chistera y bastón, vestido con una capa hasta los tobillos, pero nadie supo qué decirme. Al punto que, visto ya como un sospechoso, los municipales me quisieron arrestar por suponerme un merodeador enajenado.
Pasaron los años y todavía no puedo quitar de mi cabeza aquel encuentro, aquella charla con tan insólito personaje. Siempre que me siento frente a la chimenea a mirar el cuadro, me acuerdo de él.
A propósito, al cuadro lo titulé “Un atardecer en Castilla”.
José Alberto Vatalaro

Convocatoria para Artistas Visuales